4/11/09

Elenaprendiz

Había una vez… un señor destinado a ser aprendiz. Recuerdo que Iba junto a Elena en el transporte.
Elena iba en silencio desprendiendo algunas lágrimas, miraba cada uno de los carteles de aquella avenida sin fin y contemplaba cada recuerdo desde el mas minúsculo e insignificante, hasta aquel infinito trascendental.
Lucía ojos de sueños perdidos y llevaba un nombre su tristeza.
Veía o creía ver figuras con esa dominación que tanto la perturbaba.
Así entonces el aprendiz desconocido a su lado aprendía y examinaba cada gota queriendo tomarla y transformarla en sonrisa. Elena había descifrado su talante y sintió por sobre todas las cosas querer mirarlo. Encontraba en aquel confidente la contención que tanto le urgía.
El desconocido hecho un vistazo asegurándose que Elena tenia en su brazo derecho un reloj a agujas. En ese intervalo el amigo exclamó: -Tienes hora?
Por primera vez, Elena giró su cabeza y lo miró fijo a los ojos respondiéndole: -Si, son las 5:45.
Claro que Elena tenia, pero lo que el señor calvo pretendía no constaba en enterarse el horario, pues era lo que menos le importaba. Solo aspiraba a escuchar su voz y que en vez de ser dos, sean tres o cuatro las frases que podría anunciar Elena.
La diferencia de edad entre Elena y el aprendiz no les impedía sentir, aunque yo notaba en sus ojos un vínculo bastante peculiar que aun deteniéndome en cada una de sus miradas no podía distinguir.
Elena se encontraba algo incomoda, de a ratos deseaba mirarlo, y de a otros levantarse y cambiarse de butaca.
Pero el corazón de tiza del aprendiz hizo que permaneciera quieta. Viajarían juntos hasta que alguno de los dos decidiera bajar.
Se arreglo sus botinetas. Planchó con su mano el pantalón de vestir. Agarró su sobretodo. Preparó su maletín.
Hizo toda una serie de acciones que Elena con su ojo izquierdo había descifrado, parecía levantarse, encaminarse, marcharse, huir.
Los ojos de Elena se inmovilizaron y quedaron perplejos al ver bajar al aprendiz, lo miro y contemplo su asiento encontrando una nota escrita a mano que decía: “nunca dejes de sonreír, ni siquiera cuando estés triste, porque vos no sabes quien puede enamorarse de tu sonrisa”.
La tomó y la guardó, y hoy lo recuerda como un solemne y poderoso aprendizaje.

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